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sábado, 23 de noviembre de 2013

La mar y el océano.

 

La mar y el océano.

Hace muchos años, en un poblado situado en la zona de más densa vegetación de la selva, un niño repartía su mirada entre montes y astros al terminar la tarde. Mientras sonaban los cánticos habituales a esa hora de los adultos de la tribu, alineaba todos sus amuletos para mostrarlos a la incipiente luna. ¡Un día más sin ver el mar!
Había conocido un río, pero no era el mar. Había visto un lago, pero no era el mar. Había oído la cascada, pero no era el mar. En ellos no dormía el sol y, aunque bailaba la luna, nunca la vio sonreír en aquellas aguas. Convencido y esperanzado, llevaba ya demasiado tiempo buscándolo, pero sin resultado. Su corazón aún estaba alerta, pero desanimado.
Tanta ansia, tanta necesidad y tanta esperanza... Sin resultado.
No obstante, no había escrito él su destino. Cierto día, cuando ya menos lo esperaba, mientras perdía sus pasos subiendo y bajando colinas, un hormigueo en forma de brisa recorrió su cuerpo.
No lo vio de repente; se fue acercando poco a poco, a veces con decisión, a veces temeroso. Y es que había vivido tantas veces aquellos momentos en su imaginación que, cuando parecía se acercaban realmente, temía que sus ojos fueran demasiado pequeños para contemplarlo.
Allí estaba, asomando tras la intersección de dos pequeños montes. Su visión, su olor y su sonido parecían algo tan insólito como conocidos para él. Se aproximó, mojó sus pies y sus manos. Luego mojó su cuerpo todo y levantó, con el agua bailándole en el pecho, sus manos hacia lo alto en actitud de agradecimiento al sol.
Repitió el viaje cada día. Y cada día, al acercarse, experimentaba la misma sensación de júbilo.
En su interior algo le decía que el mar lo llamaba. Le decía que estaba ya unido para siempre al mar. ¿Para siempre? ¡Y desde siempre!, incluso antes de que tuvieran nombre el mar y él.
Él se convertía en playa mientras el mar agitaba sus olas para recibirlo. Jugaba entre las olas, corría por la arena, reposaba feliz en la orilla.
Fueron quedando atrás las lunas. El mar fue testigo de su conversión en hombre. Y él sentía que no había nada ya que pudiera separarlos aunque distancia hubiera, nada que les impidiera comunicarse aunque no se vieran. Todo se hacía pequeño alrededor, hasta la luna, hasta el sol, hasta la vida.
Un día el mar no levantó su ola. Se acercó al estrenado hombre y le dijo que su corazón reposaría para siempre en aquella playa, pero que debía alejar su marea para que él siguiera su camino. Él quedó aturdido, temeroso, impotente. Gritó que su camino era ella y su paisaje y su llegada. Quiso aferrarse al mar, pero no alcanzó la ola. Vio alejarse aquello a lo que más admiraba, a lo que más deseaba, a lo que más quería.
Volvieron las largas tardes tristes, volvió a amanecer en plena noche y la mañana se hizo amarga. "¿Por qué te has ido, Mar?" pensaba, gritaba, penaba. Buscó convertirse en gaviota, en galerna o en barca humilde, pero hasta las fuerzas le fallaban. Sentía que nada tenía sentido.
El mar, que se había convertido ya en la Mar, lejana, sola, llorante y triste, no buscaba playa ni destino. Ahogada en su zozobra sufría su decisión.
Inmensas horas de interminables momentos. Caos. Dolor. Sufrimiento. El silencio. Distancia de tiempo y de espacio pusieron. No sirvió. No había distancia entre los dos.
Como de costumbre, una mañana se dirigió hacia el mismo lugar, confiado en que el mar volviera. Pero no volvió. Decidió permanecer allí durante la larga noche de luna llena y, con los primeros rayos de sol atravesando el horizonte, creyó oír aquel dulce e inmenso sonido de la ola al romper en la orilla. Pausadamente, saboreando cada instante, intentó levantar una mirada inexistente para observar la blanca espuma que lo llamaba. Pero no encontró mirada, ni espuma ni ola.
Había vuelto el mar, pero no como mar. Y había vuelto el hombre, pero no como hombre: el mar ya no era Mar, era Mujer; y él ya no era Hombre, era Océano.

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