La mar y el océano.
Hace
muchos años, en un poblado situado en la zona de más densa
vegetación de la selva, un niño repartía su mirada entre montes y
astros al terminar la tarde. Mientras sonaban los cánticos
habituales a esa hora de los adultos de la tribu, alineaba todos sus
amuletos para mostrarlos a la incipiente luna. ¡Un día más sin ver
el mar!
Había
conocido un río, pero no era el mar. Había visto un lago, pero no
era el mar. Había oído la cascada, pero no era el mar. En ellos no
dormía el sol y, aunque bailaba la luna, nunca la vio sonreír en
aquellas aguas. Convencido y esperanzado, llevaba ya demasiado tiempo
buscándolo, pero sin resultado. Su corazón aún estaba alerta, pero
desanimado.
Tanta
ansia, tanta necesidad y tanta esperanza... Sin resultado.
No
obstante, no había escrito él su destino. Cierto día, cuando ya
menos lo esperaba, mientras perdía sus pasos subiendo y bajando
colinas, un hormigueo en forma de brisa recorrió su cuerpo.
No
lo vio de repente; se fue acercando poco a poco, a veces con
decisión, a veces temeroso. Y es que había vivido tantas veces
aquellos momentos en su imaginación que, cuando parecía se
acercaban realmente, temía que sus ojos fueran demasiado pequeños
para contemplarlo.
Allí
estaba, asomando tras la intersección de dos pequeños montes. Su
visión, su olor y su sonido parecían algo tan insólito como
conocidos para él. Se aproximó, mojó sus pies y sus manos. Luego
mojó su cuerpo todo y levantó, con el agua bailándole en el pecho,
sus manos hacia lo alto en actitud de agradecimiento al sol.
Repitió
el viaje cada día. Y cada día, al acercarse, experimentaba la misma
sensación de júbilo.
En
su interior algo le decía que el mar lo llamaba. Le decía que
estaba ya unido para siempre al mar. ¿Para siempre? ¡Y desde
siempre!, incluso antes de que tuvieran nombre el mar y él.
Él
se convertía en playa mientras el mar agitaba sus olas para
recibirlo. Jugaba entre las olas, corría por la arena, reposaba
feliz en la orilla.
Fueron
quedando atrás las lunas. El mar fue testigo de su conversión en
hombre. Y él sentía que no había nada ya que pudiera separarlos
aunque distancia hubiera, nada que les impidiera comunicarse aunque
no se vieran. Todo se hacía pequeño alrededor, hasta la luna, hasta
el sol, hasta la vida.
Un
día el mar no levantó su ola. Se acercó al estrenado hombre y le
dijo que su corazón reposaría para siempre en aquella playa, pero
que debía alejar su marea para que él siguiera su camino. Él quedó
aturdido, temeroso, impotente. Gritó que su camino era ella y su
paisaje y su llegada. Quiso aferrarse al mar, pero no alcanzó la
ola. Vio alejarse aquello a lo que más admiraba, a lo que más
deseaba, a lo que más quería.
Volvieron
las largas tardes tristes, volvió a amanecer en plena noche y la
mañana se hizo amarga. "¿Por qué te has ido, Mar?"
pensaba, gritaba, penaba. Buscó convertirse en gaviota, en galerna o
en barca humilde, pero hasta las fuerzas le fallaban. Sentía que
nada tenía sentido.
El
mar, que se había convertido ya en la Mar, lejana, sola, llorante y
triste, no buscaba playa ni destino. Ahogada en su zozobra sufría su
decisión.
Inmensas
horas de interminables momentos. Caos. Dolor. Sufrimiento. El
silencio. Distancia de tiempo y de espacio pusieron. No sirvió. No
había distancia entre los dos.
Como
de costumbre, una mañana se dirigió hacia el mismo lugar, confiado
en que el mar volviera. Pero no volvió. Decidió permanecer allí
durante la larga noche de luna llena y, con los primeros rayos de sol
atravesando el horizonte, creyó oír aquel dulce e inmenso sonido de
la ola al romper en la orilla. Pausadamente, saboreando cada
instante, intentó levantar una mirada inexistente para observar la
blanca espuma que lo llamaba. Pero no encontró mirada, ni espuma ni
ola.
Había
vuelto el mar, pero no como mar. Y había vuelto el hombre, pero no
como hombre: el mar ya no era Mar, era Mujer; y él ya no era Hombre,
era Océano.
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